martes, 28 de octubre de 2014

Habitación número 35

Algunas noches, un sábado o un martes, de madrugada, ella se tiende en la cama, arropada por la respiración lenta de él, que duerme a su lado. Cierra los ojos. Estoy de rodillas, inclinada, y apoyo las manos en el colchón. Besas mi espalda, me bajas las bragas, tus labios descienden y se cuelan entre mis piernas. Me río y no puedo evitarlo, no puedo parar, me dejo caer sobre la cama. ¿Qué pasa?, dices. Te miro de lado a través de los mechones de pelo que se derraman sobre la sábana. Es tu bigote, lo siento. Me das un cachete con fuerza en el culo. Me duele y me río. Qué bruto eres. Pero repites el golpe y una sombra roja se extiende por la piel. Ahora chillo. Shhh, nos va a oír tu compañera de piso, dices. Hazlo otra vez. El hueco de sus muslos es un refugio y sus dedos se empapan de recuerdos, ahogan la oscuridad, las paredes, las noches sin estrellas. Ven, aquí, sobre la mesa. Así, soy la actriz de la película que acabamos de ver. Abro las piernas como ella y coloco mi mano en tu cinturón. La hebilla estalla. Dejo que caiga el pantalón. No, no, espera. Bésame en el cuello, en el hombro. Así. Ahora quítame la camiseta, deja el sujetador, ella llevaba el sujetador puesto. Acércate, di mi nombre al oído. Te equivocas: no soy yo, soy ella. Por eso, muerde sus labios, así, hiere sus caderas, así, entra en su vientre. La mesa cruje, cruje, cruje, todo se derrumba pero sus piernas te sostienen en el vacío. Derrámate en ella y di mi nombre, grítalo. Te equivocas: yo soy ella. La sábana que cubre su cuerpo es un paisaje tembloroso. El colchón, un patio de recreo: ella se desliza, suda y jadea, abre surcos en la tierra. Las olas mecen mis pechos ingrávidos; flotan como si quisieran escapar a otras costas, pero tú lo evitas, los atrapas en tus manos. Me besas y todo es humedad. Te aprieto contra mí con fuerza y te miro a los ojos. Mis dedos te acarician con torpeza bajo el agua. Hay gente, dices. Lo sé. Te desato el bañador, anclo mis pies en tus muslos, y dejo que el mar me sostenga con sus dedos de espuma. El sol brilla en mis pezones, en tus hombros, en las crestas de agua que nos envuelven. El roce es áspero al principio, tus huesos clavándose en mis huesos. Luego: explorar un abismo, tus ojos abiertos, un disparo de arena, la sal en mis labios, el vaivén de dos cuerpos que alguien observa desde la playa. Alguna de esas noches, un sábado o un martes, él se despierta y sus cuerpos son de nuevo presente, carne sólida, ojos abiertos en la oscuridad. Pero, casi siempre, ella finalmente se acurruca exhausta junto a él, que duerme a su lado, extiende una mano agitada, posa sus dedos en la espalda de él y, así, se queda dormida.

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Raíces.


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